Como dice Henning Mankell, escribo en la tradición literaria más antigua del mundo, la que utiliza el espejo del delito y del crimen para reflejar las gentes, sus males, miedos y miserias.
¿De que hablan las tragedias griegas sino de crímenes?

Además, mis relatos negros se inspiran en noticias reales; no al pie de la letra, pues entonces serían crónicas, sino en factores de la noticia, personajes, situaciones concretas, contradicciones, escenarios, especial ferocidad... Porque estoy convencido de que la realidad es más bestia que la ficción.

2/9/12

El descuartizamiento

Lisardo Antón descuartizó a María Eglantina. Por miedo. Eso arguyó en su descargo. La descuartizó para hacer desaparecer el cuerpo, sí, pero no la mató. Eso dijo. Había visto la serie CSI en televisión y había aprendido que no te pillan si no hay pruebas. Y un cadáver es una prueba. Una prueba enorme. Reconoció que descuartizar estaba feo, pero debían comprenderlo: sufrió un ataque de pánico.
Los dos policías que lo interrogaban lo miraban como diciendo, ¿piensas que nos chupamos el dedo? En realidad, uno le espetó con claridad si creía que eran gilipollas.
Claro que no. El se fue de discotecas y bebió como un cosaco. Ahí empezó todo. Luego, estimulantes. Pastillas y farlopa. Un error, sí, quizás un poco delito, vale, pero no mató a nadie.  
En la pista de baile topó con una chica de tetas grandes. Suyas, no de silicona. Creyó que la tía se insinuaba e invitó a la muchacha a una raya. La chica aceptó, esnifó y se puso a bailar de forma rara. Y a mirarlo raro. Eso dijo Lisardo.
¿Qué coño es eso?, quiso saber el policía que le preguntó si creía que eran gilipollas.
Pues eso, contestó Lisardo, que lo miraba como pidiendo guerra. Ya sabe.
No, no sé.
Pues la chica le preguntó si tenía piso y le pidió que fueran a su casa.
Eso solo pasa en las películas, dijo uno de los maderos.
Pues no, replicó Lisardo. Y en su casa le montó un número que...
¿Qué?
Pues que Eglantina, la chica de tetas grandes, se puso a bailar de forma rara.
¿Rara también en tu casa?, preguntaron los polis a duo.
Como epiléptica, explicó Lisardo paciente.
¿Y?
Cogió un cuchillo del mueble del comedor, se pinchó en brazos y muslos, se dio pequeños tajos...
¿No se empezó a descuartizar ella misma, por un casual?, se mofó un policía.
Eso, usted toméselo a cachondeo, con el problema que tengo.
Sí tienes un problema. Un problema de catorce a dieciséis años.
Pero Lisardo continuó con su historia como si no pasara nada. Que si se puso nervioso, que si vomitó, que si le pidió que se fuera con sus rarezas a otra parte. Pero la chica, nada. No solo no le hizo caso sino que se clavó el cuchillo en el corazón.
Qué disgusto ¿no?, se guaseó uno de los polis. Pero se notaba que tenía ganas de darle un rodillazo en los huevos porque pensaba que Lisardo los tomaba por lilas. 
 
Me acojoné de verdad...
O sea que la chica se suicidó y tu solo te deshiciste del cuerpo.
Eso. Yo no la maté.
Uno de los polis, el que preguntó si los creía gilipollas, sale echando humo de la sala de interrogatorio para no romperle la cara.
Y Lisardo, a lo suyo: Que intentó meter el cuerpo en una maleta grande, pero el cadáver no cabía y entonces le cortó la cabeza. Pero, aun decapitado, el cuerpo no entraba. Y se le ocurrió que podía trocear a María Eglantina, meter los pedazos en bolsas de basura y tirarlas al río Besós. Total, ya estaba muerta. Pero, cuando había troceado algo menos de una cuarta parte de cadáver se cansó. Vio que iba para largo y lo dejó.
Entonces metió en una bolsa grande, que le dieron en Ikea para llevar una mesa de comedor por partes, lo que quedaba entero de cadáver y los trozos que había cortado y salió a la calle. Pero el camino hasta el río era largo. Porque no pensaba llevar la bolsa en el coche: dejaría un montón de pistas; que él había visto en televisión como los CSI Grisson o Mac Taylor encontraban un diminuto pelo de pubis en un maletero y trincaban a un sospechoso.
Arrastró la bolsa con esfuerzo, pues Eglantina tenía tetas grandes porque estaba hermosa y sus restos pesaban lo suyo. Tras arrastrarla unos veinte metros, Lisardo se cansó y tiró la bolsa como pudo en el primer contenedor de basuras que encontró, tras dejar un reguero de sangre y otros líquidos humanos en la acera. Limpió la bolsa de huellas dactilares y regresó a su casa porque estaba hasta las narices de aquel asunto y él no había hecho nada malo.
Mientras el policía que había continuado el interrogatorio cabeceaba (porque todo aquello no se lo podía creer ni borracho perdido), Lisardo insistía en que pasó mucho miedo y no se entregó a la policía porque creyó que había tenido una pesadilla. Como le había dado a la cocaína... Y la sangre en su ropa debía ser porque le había sangrado la nariz por esnifar droga. Le había pasado otras veces. 
 
Más tarde, en el calabozo, el acusado lloraba amargamente porque lo había visitado su padre y lo había llamado asesino. El padre les dijo a los policías que estaba hasta los huevos del capullo de su hijo y que se lo podían quedar para siempre. Su madre y él le habían ayudado a comprar un piso pequeño, pero coquetón, para que se independizara y al desgraciado no se le ocurría nada mejor que asesinar a una chica y trocearla. ¿Qué habían hecho ellos para merecer esto?
Uno de los polis, que estudiaba Psicología en la Universidad a Distancia porque quería ser trasladado a la Científica, afirmó, mientras tomaban un cafelito de la máquina automática de Jefatura que sabía a agua de bellotas, que la falta de amor familiar manifestada por el padre, con toda probabilidad era el origen de la equívoca conducta de Lisardo.
Y es que siempre llueve sobre mojado. ¡Qué vida!

16/6/12

La avaricia rompe el saco


Eran dos. Encapuchados. Y esgrimían sendas pistolas automáticas. No eran fetén: réplicas perfectas de Glock de 9 milímetros, la pistola que no se encasquilla. Réplicas. Pero daban el pego. 
 
Uno amenazaba con la pistola al dueño y a un tipo relamido que le enseñaba un muestrario de joyas. Un representante.

El otro se guardó la pistola full en el bolsillo del pantalón y esgrimió un mazo de peón caminero. Los amenazados ni se habían fijado en el enorme martillo. Una pistola encañonando la cabeza absorbe un huevo la atención.
El del mazo rompió una vitrina con joyas junto al mostrador. Un testarazo contundente. Contundente, pero con tan mala pata que el mazo resbaló y se machacó el pie derecho.

Una cascada de blasfemias remató el accidente, mientras los cristales que fueron vitrina se desparramaban por la joyería. Un cristal fue a clavarse en la pierna derecha del atracador macero. Causó un corte profundo y el forajido ya no paró de jurar en hebreo. Si no quieres caldo, dos tazas. La herida empezó a sangrar. 

El del mazo era sin duda un chorizo con muy mala pata.

Ocurrió en una joyería de medio pelo en un barrio cutre de un pueblo sin gracia que toca a la capital.
El del mazo lo tiró al suelo, sacó un pañuelo pringoso del pantalón y vendó la sangrante herida.
 
Dame tu pañuelo, pidió al compañero de delito.

Me lo dejarás hecho un asco, protestó el otro.

No me jodas, ¿vale?

En el interín, el joyero y el representante de joyas ni respirar. Como la mujer de Lot. Petrificados.

El ladrón herido cortó por fin el flujo de sangre de la pierna con el pañuelo del compañero. Lo dejó hecho un asco. ¡Cómo mancha la sangre!

El herido recogió las joyas escampadas por el local y las metió en una bolsa del pan que llevaba. También vació en la bolsa las joyas del representante, mientras el otro desvalijador apuntaba al comercial a la cabeza con la pistola. Por si acaso. Como el tipo no sabía que era de pega, se meó encima.

Los bandidos huyeron. El del mazo a la pata coja y el otro, metiéndole prisa. Subieron acelerados a un Seat Ibiza aparcado en doble fila y el automóvil salió zumbando hacia la autopista.

El atracador cojo y herido se quejaba.

No seas jeremías, tío. No es nada.

¿Nada? Me gustaría verte con el pie aplastado y un corte en la pierna.

Por torpe.

¿Te rompo la cara?

Siguieron departiendo sin que la sangre llegara al río hasta ver el rótulo de entrada a la autopista. El herido y machacado decía no poder más. El pie le dolía un montón y la herida de la pierna sangraba de nuevo.

Llévame a Urgencias.

¡Sí, hombre!

Me llevas a Urgencias o te abro la jeta con el mazo.

Vale.

El Ibiza no entró en la autopista y continuó hasta Urgencias del hospital más cercano.

Tranquilo, calmó el herido al que ileso. Diré que estoy de obras, tiraba un tabique, me di en el pie, rompí un jarrón y un pedazo me cortó.

No colará.

Sí. No pasará nada.

Pero pasó.

Los sanitarios no sospecharon, pero, con la prisa para que lo atendieran, al asaltante lastimado se le cayó la Glock del bolsillo.

¡Redios!

Lo trincaron y avisaron a la guardia civil.

No le valió decir que era un pistola de juguete. No porque llevaba la bolsa de pan con las joyas. Se la había llevado porque no se fiaba del compinche.

Cantó y arrestaron al otro. Y ambos acusaron al joyero atracado porque había planificado el robo. El inductor. ¡No se iban a joder solo ellos!

¿Se atraca a sí mismo para cobrar el seguro?, preguntaron los guardias.

También, pero sobre todo para trincar las joyas del representante. Les dijo que sobre todo destrozaran la vitrina con un mazo. Para disimular.

Todo hubiera ido bien de no tener que romper la puta vitrina con el puto mazo.

La avaricia rompe el saco. O quizás esas cosas pasen por la crisis.

12/5/12

Somos demasiados

¡Qué rica la empanada! ¿De qué es el relleno?
Secreto profesional.
Celina sonríe, pero no suelta prenda.
Deme otra para llevar.
Celina, cerca de los cincuenta, carnes abundantes y cabello teñido de rojo, coge una empanada y la envuelve en papel.
Seis euros en total, pide.
El caballero de cabello ralo entrado en años, acaba la empanada, paga y se va feliz con la otra envuelta.

El negocio empezó meses antes. La cuenta atrás se inició cuando Silveiro, cincuenta y tantos, gordo, sudoroso y calvo, tuvo una revelación. Así lo dijo: he tenido una revelación. 
En realidad fue un sueño angustioso, una pesadilla.
En ese espacio incomprensible de lo onírico (por mucho que Freud se empeñara en lo contrario), Silveiro se vio rodeado y apretado por miles de hombres y mujeres de todas las cataduras y edades posibles.
No podía moverse, no podía respirar. Se ahogaba.
Despertó angustiado. ¡Demasiados! ¡Somos demasiados!
Betina, a su lado, 26 años, turgente y rubia de bote, no se enteró del mal sueño ni de la revelación porque dormía como un ceporro. Pero Celina sí, en la habitación de al lado.
Silveiro había yacido  esa noche con la amante joven; amante aceptada por Celina, la esposa oficial.
Por la mañana, mientras desayunaban, Silveiro explicó lo de la revelación.

Urge hacer algo. Somos demasiados.
Celina y Betina asintieron en silencio.
Hagamos algo, repitió Silverio.
Y lo hicieron. Aunque poco original, pedestre.
¿Sobra gente?, dijo Betina con la osadía propia de la juventud, pues suprimamos gente. Pero ¿cómo?
Sencillo. Secuestraron, asesinaron y trocearon a cuantas personas pudieron, pero de una en una, sin amontonarse. Nada personal: todo por reducir la superpoblación. Las víctimas tenían un denominador común. Estaban solas y eran débiles. Fáciles de asesinar.
Para evitar que la policía les adjudicara un perfil, dijo Silverio en voz baja, no utilizarían un único modo de cargarse al personal. Y así, estrangularon o golpearon la cabeza con un bate, un martillo o un adoquín. Pistolas no usaron, porque no tenían ni sabían como conseguirlas. Y cuchillos, tampoco. Demasiada sangre.


Betina se mareaba con la sangre. Un poco de sangre vale, decía; como la de un garrotazo,  pero una puñalada...
Y se estremecía al pensarlo.
Se cargaron a un funcionario de aduanas, a un indigente drogadicto, a una ninfómana ex-alumna de colegio de monjas, a un cartero seguidor del Atlético, a un mecánico tornero al que le olían los pies, a un jubilado de la construcción...
Como hacían lo que hacían por una revelación, habían levantado un altar y montaban unos rituales muy aparentes. Los rituales consistían en comer con muchas monerías trocitos de los asesinados. Pasados por la plancha al punto, eso sí, porque en la revelación nadie dijo nada de que tuvieran que estar crudos.

Fue Celina quien vio que había negocio. Quedaba mucha carne sin utilizar, porque un ritual no es darse un atracón, precisamente.
El caso es que las empanadas se vendían muy bien.
Al final los cogieron por pardillos. Y no tuvieron ni pizca en cuenta que seguían una revelación. ¿No opinaba su señoría que somos demasiados en este mundo?

25/4/12

Tiempos difíciles

El día del Libro (el mismo en el que se conmemora que San Jorge mató al pobre dragón), Abilio entró con oscuras intenciones en una sucursal del Banco de Santander. 
Abilio no tenía intención de celebrar efeméride alguna, ni la del libro ni el asesinato del dragón; solo necesitaba pasta.
Lo del día del libro fue porque coincidió que se quedara sin un clavo con la celebración de esa jornada. Él nunca había comprado un libro. Le parecía una excentricidad. Aparte de que los suyos le hubieran dejado de lado. Ya puestos, no había leído un libro jamás. ¿Para qué?
Ese día atracaría un banco con el sólido argumento de un enorme cuchillo de carnicero para cortar huesos; las cosas estaban tan chungas que había vendido el revólver. El cuchillón lo había chorizado en la carnicería del barrio en un descuido del matarife.
El arma iba camuflada en una bolsa de plástico de grandes almacenes cuyo nombre no quiero recordar, porque ya otros lo recuerdan demasiado. Entró.
En la oficina bancaria había cuatro personas. Dos mujeres: una treintona de buen ver y otra de unos cincuenta con cara de sufrimiento. Y un hombre que tiempo atrás dejó los cuarenta y le clareaba la cabeza.
También estaba el cajero.

Abilio apartó con feroz brusquedad al hombre de más de cuarenta, se situó ante la caja que solo era un mostrador y mostró al cajero el enorme cuchillón.
¡La pasta! Toda la pasta que tengas a mano. Sin tonterías. ¡Volando!
El cajero tembloroso se dispuso a poner billetes ante el atracador, empezando por uno nuevecito de veinte euros que daba gozo.
Entonces el hombre que ya cumplió los cuarenta se levantó del suelo, donde había ido a parar por el empujón de Abilio. Se alzó como una hidra, con las de Caín.
¡Tú te enteras, cabrón! ¡A mí no me pone la mano encima ni dios!

Agarró el brazo que sujetaba el cuchillazo de cortar huesos y le dio una mordisco de oreja, rabo y vuelta al ruedo.
La mano soltó el cuchillo y el cuchillo cayó al suelo. Mientras Abilio blasfemaba en todos los tonos y escalas habidos y por haber.
El hombre de más de cuarenta se fue entonces a por él. Abilio, perro viejo, agarró lo que tenía a mano para largarse, pero solo era el billete de veinte. Porque el cajero, paralizado de terror, se había quedado de piedra, como la mujer de Lot, y detenido la derrama de billetes exigida por el asaltante.
Abilio salio zumbando con el billete de veinte y el brazo mordido y vagó desnortado por la ciudad. La policía lo detuvo una hora más tarde.
Le curaron el mordisco en urgencias y lo llevaron a comisaría. Lo interrogó un subinspector.
¿Te juegas unos años de trullo por veinte euros, tío?
La crisis.
¿Qué me vas a decir? Si te cuento los recortes de complementos de nómina...
Son tiempos difíciles.

3/4/12

Chinesse revenge

Tras morir un bebé, aparecieron unos fiambres. Unos hombres muertos, vaya. 
Un hombre joven cuelga de una cuerda. Muerto. La cuerda está sujeta a una viga. La viga es de una nave en un polígono que conoció días mejores. Al ahorcado lo encontraron unos chicos que jugaban a la guerra. En un bolsillo del colgado, la policía encuentra la factura de una cuerda.
Los polis enseñan una fotografía del muerto al tendero que vende cuerdas.
No lo conozco.
¿Y la factura?
Un chino compró una cuerda hace días y me pidió factura.
¿Como era?
No sé. Todos los chinos me parecen iguales. También compró un cuchillo.
¿Un cuchillo?
De cocina. Grande.

Otro día, un jubilado que pasea su vejez por el parque de la Ciudadela, ve junto a la estatua del mamut un hombre joven en un charco de sangre. Muerto. Con un cuchillo de cocina clavado en la espalda. En un bolsillo, la factura de un cuchillo. El tendero tampoco lo conoce.

Días antes, un chino con una bolsa al hombro caminaba de noche por una calle nada concurrida. Lleva un bebé en brazos.
Se oyen solo sus pasos regulares, rápidos. Un desagradable ronroneo cubre el sonido del caminar. Una motocicleta.
Surge una Honda y, sobre ella, dos jóvenes. El que conduce lleva un aro en la oreja. El otro, cabeza rapada.
El chino se gira, ve la moto y apresura el andar. La Honda sobrepasa al chino, gira a la izquierda.
El chino se relaja, aprieta el bebé contra el pecho. Supera la bocacalle por la que ha girado la motocicleta y sigue.
Tres calles más allá, reaparece la Honda. Como una exhalación.
El chino corre. La moto alcanza al chino. El cabeza rapada agarra la bolsa, tira de la correa y la arrebata. El ciclomotor acelera. Desaparece.
El chino ha trastabillado por el tirón. Da un traspiés. Cae al suelo.
Abre los brazos. Por instinto. El bebé se precipita. Su cabecita golpea contra el bordillo. Una mancha roja aparece bajo el cuerpo diminuto.

Tironeros, sirleros y ladrones varios os prefieren, abronca un policía al chino. Lleváis dinero fresco y jamás denunciáis. Culpa vuestra, remacha el madero. En parte, matiza algo avergonzado. Porque ha muerto un niño. Y mecanografía la denuncia.
Los buscaremos, pero no te aseguro nada. Quizás hayan marchado de la ciudad.
Pasan los días. La poli no da palo al agua.
No pasa nada. No pasa nada. No pasa nada.

Pero si pasó. Los cadáveres de los tironeros.

Si no hay justicia, habrá venganza.
Parece.

20/3/12

No aprenden

La noche antes del día en que lo mataron, Juan Orestes soñó que lo degollaban. Una puta pesadilla.
Orestes es banquero. No es Botín, pero tiene mucha pasta. Y poder. Es un hombre elegante y ordenado, porque el orden garantiza que todo funcione. ¿Dónde iría el país sin orden? El orden mantiene al personal donde debe estar, ahora que están tan agitados. Pero el riesgo y la osadía le hacen ganar dinero. Mucho. Más del que pueda derrochar a espuertas en toda su puta vida.
El orden protege la vida de Orestes y el orden dice que no le ponen a nadie una pistola en el pecho para comprar participaciones de cajas de ahorro, por ejemplo. Pero las finanzas tienen eso; son arriesgadas. A veces se pierde y a veces no se gana. Los otros, claro. ¿A qué tanta queja? ¿Por qué tanto lamento? Orestes se ha pasado la jornada esquivando clientes pelmazos y lloricas, y toreando por teléfono a otros del mismo pelaje. Puro desorden.
El tiempo fluye y la vida sigue.
Orestes se ducha con calma y se lava con champú anticaspa. Duda si masturbarse o no para entonarse y decide que irá de putas. Una nueva jornada de combate. Oportunidades de ganar más pasta. ¿Qué perdedor me hará más rico? La vida es lucha y el mundo, una jungla.
Llaman a la puerta. Orestes enarca las cejas y apaga el secador. Se pone una bata y va al vestíbulo.
En el rellano, un hombre mayor, canoso, con uniforme de camuflaje y una pistola del 45 en la mano izquierda.
¡Ladrón! dice el anciano convencido. ¡Estafador! Y ¡bom, bom, bom!, dispara. Tres tiros.
Ahora hay un gran boquete en el pecho de Orestes. Por ese agujero se le escabulle la vida. Era degollado, moría degollado, recuerda estupidamente Orestes su pesadilla mientras cae al suelo, se desangra y muere. Para que te fíes de los sueños.
Luego, el hombre vestido de camuflaje entra en una comisaría.
He matado a un ladrón, explica; he ejecutado a un hijo de la gran puta.
¿Qué dice? pregunta desconcertado el policía de recepción.
El cabrón me engañó. Abusó de mi confianza. Robó mis ahorros, seguro de mi vejez. Soy sargento de infantería de marina retirado y he ajusticiado a un bandido y saqueador. 
Lo meten dentro. Interrogatorio, preguntas, respuestas, comprobaciones, evidencias, papeleo...
¿Por qué no lo denunció, hombre?
Estaba muy cabreado; hasta el asco. Y el sinvergüenza se hubiera ido de rositas. ¿O no?
El poli se pasa la mano por el pelo y no contesta
Lo siento, sargento, pero matar a un canalla no desgrava penalmente. Por ahora. Tal vez se libre de la cárcel por la edad.
El cuerpo de Juan Orestes reposa en un ataúd de muy lujosa madera, con el interior forrado de seda. Pero el cabrón está más muerto que Judas.
¡Es que no aprenden!

13/3/12

Hacia el azul

Ahmed entra en un parque y se tiende sobre un banco. Las diez de la noche. Está desfondado, hundido. Caminando toda la jornada, además de la tensión y el disgusto por la mañana. Un vía crucis para darse de baja de agua, gas... Las oficinas no le atienden porque es tarde. Agotado, ha ido a dormir a casa de un paisano. Un piso-patera al que van inmigrantes pobres y alquilan una estrecha cama por horas. No había sitio. Solo puede dejar las maletas que ha salvado.
De madrugada, abandona el parque. Toma un café con leche y un cruasán que parece de goma en un bar tempranero y de nuevo el calvario por oficinas de servicios. Los suministros están a su nombre y solo faltaría también que lo machacaran por ahí. Baja de gas, luz y agua, pero al llegar la noche no irá al parque, aunque el piso patera continúa sin hueco. Lo aceptan en un albergue de frailes para personas sin techo. Solo por una noche; hay mucha demanda.
Ahmed quedó en paro y con el subsidio no alcanzaba para comer e hipoteca. Quiso llegar a un acuerdo con el banco, pero no hubo tu tía. Dejó de pagar. O moría de hambre.
Esa maldita mañana, se presentó un funcionario judicial con policías blindados y pinta de Robocop. El funcionario iba armado con papeles y tampones; los policías, con porras y bombas de gas lacrimógeno.
¡Manos arriba, esto es un desahucio! gritaban jóvenes indignados que pretendían evitar que expulsen a Ahmed de su hogar. Le permiten llevarse un par de maletas con ropa, algún utensilio y objetos personales. Antes de dejarlo en la puta calle, los maderos corren a palos a los jóvenes y vecinos que se oponen al desalojo.
Ahmed ahora vaga por la ciudad. No tiene nada mejor que hacer hasta ir al dormitorio de los frailes. No tiene nada que hacer. Baja al metro, saca un billete y lo valida en el molinete de control. Baja por la escalera hacia un andén. No hay mucha gente. Llega el metro y se abren las puertas con chirridos. El vagón está casi vacío porque no son horas de movimiento; la gente ahora trabaja. La que puede.
El tren lleva a Ahmed a la Barceloneta. Sube por la escalera mecánica, sale al exterior y camina hacia la playa. Cuando llega a la arena, se acerca hasta donde rompen las olas; unas olas muy modestas. Ahmed mirá hacia el sur. De ahí llegó hace años.
Ahmed entra en el agua y camina con calma hacia el horizonte. El agua está fría, pero no demasiado.
Ahmed se detiene, se gira y mira hacia la Barceloneta, los restaurantes, el puerto, la gente que se mueve presurosa por las aceras...
Se vuelve hacia el mar, sonríe y continúa caminando por el agua. Sin prisa.
Camina, camina, camina... Y, cuando pierde pie, nada suavemente. Hasta que solo se adivina una cabeza muy pequeña en la lejanía. Hasta que desaparece en el azul.