Como dice Henning Mankell, escribo en la tradición literaria más antigua del mundo, la que utiliza el espejo del delito y del crimen para reflejar las gentes, sus males, miedos y miserias.
¿De que hablan las tragedias griegas sino de crímenes?

Además, mis relatos negros se inspiran en noticias reales; no al pie de la letra, pues entonces serían crónicas, sino en factores de la noticia, personajes, situaciones concretas, contradicciones, escenarios, especial ferocidad... Porque estoy convencido de que la realidad es más bestia que la ficción.

25/4/12

Tiempos difíciles

El día del Libro (el mismo en el que se conmemora que San Jorge mató al pobre dragón), Abilio entró con oscuras intenciones en una sucursal del Banco de Santander. 
Abilio no tenía intención de celebrar efeméride alguna, ni la del libro ni el asesinato del dragón; solo necesitaba pasta.
Lo del día del libro fue porque coincidió que se quedara sin un clavo con la celebración de esa jornada. Él nunca había comprado un libro. Le parecía una excentricidad. Aparte de que los suyos le hubieran dejado de lado. Ya puestos, no había leído un libro jamás. ¿Para qué?
Ese día atracaría un banco con el sólido argumento de un enorme cuchillo de carnicero para cortar huesos; las cosas estaban tan chungas que había vendido el revólver. El cuchillón lo había chorizado en la carnicería del barrio en un descuido del matarife.
El arma iba camuflada en una bolsa de plástico de grandes almacenes cuyo nombre no quiero recordar, porque ya otros lo recuerdan demasiado. Entró.
En la oficina bancaria había cuatro personas. Dos mujeres: una treintona de buen ver y otra de unos cincuenta con cara de sufrimiento. Y un hombre que tiempo atrás dejó los cuarenta y le clareaba la cabeza.
También estaba el cajero.

Abilio apartó con feroz brusquedad al hombre de más de cuarenta, se situó ante la caja que solo era un mostrador y mostró al cajero el enorme cuchillón.
¡La pasta! Toda la pasta que tengas a mano. Sin tonterías. ¡Volando!
El cajero tembloroso se dispuso a poner billetes ante el atracador, empezando por uno nuevecito de veinte euros que daba gozo.
Entonces el hombre que ya cumplió los cuarenta se levantó del suelo, donde había ido a parar por el empujón de Abilio. Se alzó como una hidra, con las de Caín.
¡Tú te enteras, cabrón! ¡A mí no me pone la mano encima ni dios!

Agarró el brazo que sujetaba el cuchillazo de cortar huesos y le dio una mordisco de oreja, rabo y vuelta al ruedo.
La mano soltó el cuchillo y el cuchillo cayó al suelo. Mientras Abilio blasfemaba en todos los tonos y escalas habidos y por haber.
El hombre de más de cuarenta se fue entonces a por él. Abilio, perro viejo, agarró lo que tenía a mano para largarse, pero solo era el billete de veinte. Porque el cajero, paralizado de terror, se había quedado de piedra, como la mujer de Lot, y detenido la derrama de billetes exigida por el asaltante.
Abilio salio zumbando con el billete de veinte y el brazo mordido y vagó desnortado por la ciudad. La policía lo detuvo una hora más tarde.
Le curaron el mordisco en urgencias y lo llevaron a comisaría. Lo interrogó un subinspector.
¿Te juegas unos años de trullo por veinte euros, tío?
La crisis.
¿Qué me vas a decir? Si te cuento los recortes de complementos de nómina...
Son tiempos difíciles.

3/4/12

Chinesse revenge

Tras morir un bebé, aparecieron unos fiambres. Unos hombres muertos, vaya. 
Un hombre joven cuelga de una cuerda. Muerto. La cuerda está sujeta a una viga. La viga es de una nave en un polígono que conoció días mejores. Al ahorcado lo encontraron unos chicos que jugaban a la guerra. En un bolsillo del colgado, la policía encuentra la factura de una cuerda.
Los polis enseñan una fotografía del muerto al tendero que vende cuerdas.
No lo conozco.
¿Y la factura?
Un chino compró una cuerda hace días y me pidió factura.
¿Como era?
No sé. Todos los chinos me parecen iguales. También compró un cuchillo.
¿Un cuchillo?
De cocina. Grande.

Otro día, un jubilado que pasea su vejez por el parque de la Ciudadela, ve junto a la estatua del mamut un hombre joven en un charco de sangre. Muerto. Con un cuchillo de cocina clavado en la espalda. En un bolsillo, la factura de un cuchillo. El tendero tampoco lo conoce.

Días antes, un chino con una bolsa al hombro caminaba de noche por una calle nada concurrida. Lleva un bebé en brazos.
Se oyen solo sus pasos regulares, rápidos. Un desagradable ronroneo cubre el sonido del caminar. Una motocicleta.
Surge una Honda y, sobre ella, dos jóvenes. El que conduce lleva un aro en la oreja. El otro, cabeza rapada.
El chino se gira, ve la moto y apresura el andar. La Honda sobrepasa al chino, gira a la izquierda.
El chino se relaja, aprieta el bebé contra el pecho. Supera la bocacalle por la que ha girado la motocicleta y sigue.
Tres calles más allá, reaparece la Honda. Como una exhalación.
El chino corre. La moto alcanza al chino. El cabeza rapada agarra la bolsa, tira de la correa y la arrebata. El ciclomotor acelera. Desaparece.
El chino ha trastabillado por el tirón. Da un traspiés. Cae al suelo.
Abre los brazos. Por instinto. El bebé se precipita. Su cabecita golpea contra el bordillo. Una mancha roja aparece bajo el cuerpo diminuto.

Tironeros, sirleros y ladrones varios os prefieren, abronca un policía al chino. Lleváis dinero fresco y jamás denunciáis. Culpa vuestra, remacha el madero. En parte, matiza algo avergonzado. Porque ha muerto un niño. Y mecanografía la denuncia.
Los buscaremos, pero no te aseguro nada. Quizás hayan marchado de la ciudad.
Pasan los días. La poli no da palo al agua.
No pasa nada. No pasa nada. No pasa nada.

Pero si pasó. Los cadáveres de los tironeros.

Si no hay justicia, habrá venganza.
Parece.