Eran
dos. Encapuchados. Y esgrimían sendas pistolas automáticas. No eran
fetén: réplicas perfectas de Glock de 9 milímetros, la pistola
que no se encasquilla. Réplicas. Pero daban el pego.
Uno
amenazaba con la pistola al dueño y a un tipo relamido que le
enseñaba un muestrario de joyas. Un representante.
El
otro se guardó la pistola full en el bolsillo del pantalón y
esgrimió un mazo de peón caminero. Los amenazados ni se habían
fijado en el enorme martillo. Una pistola encañonando la cabeza
absorbe un huevo la atención.
El
del mazo rompió una vitrina con joyas junto al mostrador. Un
testarazo contundente. Contundente, pero con tan mala pata que el
mazo resbaló y se machacó el pie derecho.
Una
cascada de blasfemias remató el accidente, mientras los cristales
que fueron vitrina se desparramaban por la joyería. Un cristal fue a
clavarse en la pierna derecha del atracador macero. Causó un corte
profundo y el forajido ya no paró de jurar en hebreo. Si no quieres
caldo, dos tazas. La herida empezó a sangrar.
El del mazo era sin duda un chorizo con muy mala pata.
El del mazo era sin duda un chorizo con muy mala pata.
Ocurrió
en una joyería de medio pelo en un barrio cutre de un pueblo sin
gracia que toca a la capital.
El
del mazo lo tiró al suelo, sacó un pañuelo pringoso del pantalón
y vendó la sangrante herida.
Dame
tu pañuelo, pidió al compañero de delito.
Me
lo dejarás hecho un asco, protestó el otro.
No
me jodas, ¿vale?
En
el interín, el joyero y el representante de
joyas ni respirar. Como la mujer de Lot.
Petrificados.
El
ladrón herido cortó por fin el flujo de sangre de la pierna con
el pañuelo del compañero. Lo dejó hecho un asco. ¡Cómo mancha
la sangre!
El
herido recogió las joyas escampadas por el local y las metió en una
bolsa del pan que llevaba. También vació en la bolsa
las joyas del representante, mientras el otro desvalijador apuntaba
al comercial a la cabeza con la pistola. Por si acaso. Como el tipo
no sabía que era de pega, se meó encima.
Los
bandidos huyeron. El del mazo a la pata coja y el otro, metiéndole
prisa. Subieron acelerados a un Seat Ibiza aparcado en doble fila y
el automóvil salió zumbando hacia la autopista.
El
atracador cojo y herido se quejaba.
No
seas jeremías, tío. No es nada.
¿Nada?
Me gustaría verte con el pie aplastado y un corte en la pierna.
Por
torpe.
¿Te
rompo la cara?
Siguieron
departiendo sin que la sangre llegara al río hasta ver el rótulo de
entrada a la autopista. El herido y machacado decía no poder más.
El pie le dolía un montón y la herida de la pierna sangraba de
nuevo.
Llévame
a Urgencias.
¡Sí,
hombre!
Me
llevas a Urgencias o te abro la jeta con el mazo.
Vale.
El Ibiza no
entró en la autopista y continuó hasta Urgencias del
hospital más cercano.
Tranquilo,
calmó el herido al que ileso. Diré que estoy de obras, tiraba un tabique, me
di en el pie, rompí un jarrón y un pedazo me cortó.
No
colará.
Sí. No
pasará nada.
Pero
pasó.
Los
sanitarios no sospecharon, pero, con la prisa para que lo atendieran,
al asaltante lastimado se le cayó la Glock del bolsillo.
¡Redios!
Lo
trincaron y avisaron a la guardia civil.
No
le valió decir que era un pistola de juguete. No porque
llevaba la bolsa de pan con las joyas. Se la había llevado porque no
se fiaba del compinche.
Cantó
y arrestaron al otro. Y ambos acusaron al joyero atracado porque había
planificado el robo. El inductor. ¡No se iban a joder solo ellos!
¿Se
atraca a sí mismo para cobrar el seguro?, preguntaron los guardias.
También,
pero sobre todo para trincar las joyas del representante. Les dijo
que sobre todo destrozaran la vitrina con un mazo. Para disimular.
Todo
hubiera ido bien de no tener que romper la puta vitrina con el puto
mazo.
La
avaricia rompe el saco. O quizás esas cosas pasen por la crisis.