Lisardo
Antón
descuartizó a
María Eglantina.
Por miedo. Eso arguyó en su descargo. La descuartizó para hacer
desaparecer el cuerpo, sí, pero no la mató.
Eso dijo. Había visto la serie CSI en televisión y había aprendido
que no te pillan si no hay pruebas. Y un cadáver es una prueba. Una
prueba enorme. Reconoció que descuartizar estaba feo, pero debían
comprenderlo: sufrió un ataque de pánico.
Los
dos policías que lo interrogaban lo miraban como diciendo, ¿piensas
que nos chupamos el dedo? En realidad, uno le espetó con claridad si
creía que eran gilipollas.
Claro
que no. El se fue de discotecas y bebió como un cosaco. Ahí empezó
todo. Luego, estimulantes. Pastillas y farlopa.
Un error, sí, quizás un poco delito, vale, pero no mató a nadie.
En
la pista de baile topó con una chica de tetas grandes. Suyas, no de
silicona. Creyó que la tía se insinuaba e
invitó a la muchacha a una raya. La chica aceptó, esnifó y se puso
a bailar de forma rara. Y a mirarlo raro. Eso dijo Lisardo.
¿Qué
coño es eso?, quiso saber el policía que le preguntó si creía que
eran gilipollas.
Pues
eso, contestó Lisardo, que lo miraba como pidiendo guerra. Ya sabe.
No,
no sé.
Pues
la chica le preguntó si tenía piso y le pidió que fueran a su
casa.
Eso
solo pasa en las películas, dijo uno de los maderos.
Pues
no, replicó Lisardo. Y en su casa le montó un número que...
¿Qué?
Pues
que Eglantina, la chica de tetas grandes, se puso a bailar de forma
rara.
¿Rara también en tu casa?, preguntaron los polis a duo.
Como
epiléptica, explicó Lisardo paciente.
¿Y?
Cogió
un cuchillo del mueble del comedor, se pinchó en brazos y muslos, se
dio pequeños tajos...
¿No
se empezó a descuartizar ella misma, por un casual?, se mofó un
policía.
Eso,
usted toméselo a cachondeo, con el problema que tengo.
Sí
tienes un problema. Un problema de catorce a dieciséis años.
Pero
Lisardo continuó con su historia como si no pasara nada. Que si se
puso nervioso, que si vomitó, que si le pidió que se fuera con sus
rarezas a otra parte. Pero la chica, nada. No solo no le hizo caso
sino que se clavó el cuchillo en el corazón.
Qué
disgusto ¿no?, se guaseó uno de los polis. Pero se notaba que tenía
ganas de darle un rodillazo en los huevos porque pensaba que Lisardo
los tomaba por lilas.
Me
acojoné de verdad...
O
sea que la chica se suicidó y tu solo te deshiciste del cuerpo.
Eso.
Yo no la maté.
Uno
de los polis, el que preguntó si los creía gilipollas, sale echando
humo de la sala de interrogatorio para no romperle la cara.
Y
Lisardo, a lo suyo: Que intentó meter el cuerpo en una maleta grande,
pero el cadáver no cabía y entonces le cortó la cabeza. Pero, aun
decapitado, el cuerpo no entraba. Y se le ocurrió que podía trocear
a María Eglantina, meter los pedazos en bolsas de basura y tirarlas
al río Besós. Total, ya estaba muerta. Pero, cuando había troceado algo menos de una cuarta
parte de cadáver se cansó. Vio que iba para largo y lo dejó.
Entonces
metió en una bolsa grande, que le dieron en Ikea para llevar una mesa
de comedor por partes, lo que quedaba entero de cadáver y los trozos
que había cortado y salió a la calle. Pero el camino hasta el río
era largo. Porque no pensaba llevar la bolsa en el coche: dejaría un
montón de pistas; que él había visto en televisión como los CSI
Grisson o Mac Taylor encontraban un diminuto pelo de pubis en
un maletero y trincaban a un sospechoso.
Arrastró
la bolsa con esfuerzo, pues Eglantina tenía tetas grandes porque
estaba hermosa y sus restos pesaban lo suyo. Tras arrastrarla
unos veinte metros, Lisardo se cansó y tiró la bolsa
como pudo en el primer contenedor de basuras que encontró, tras
dejar un reguero de sangre y otros líquidos humanos en la acera.
Limpió la bolsa de huellas dactilares y regresó a su casa porque
estaba hasta las narices de aquel asunto y él no había hecho
nada malo.
Mientras
el policía que había continuado el interrogatorio cabeceaba (porque
todo aquello no se lo podía creer ni borracho perdido), Lisardo
insistía en que pasó mucho miedo y no se entregó a la policía
porque creyó que había tenido una pesadilla. Como le había dado a
la cocaína... Y la sangre en su ropa debía ser porque le había
sangrado la nariz por esnifar droga. Le había pasado otras veces.
Más tarde,
en el calabozo, el acusado lloraba amargamente porque lo había
visitado su padre y lo había llamado asesino. El padre les dijo a
los policías que estaba hasta los huevos del capullo de su
hijo y que se lo podían quedar para siempre. Su madre y él le
habían ayudado a comprar un piso pequeño, pero coquetón, para que
se independizara y al desgraciado no se le ocurría nada mejor que
asesinar a una chica y trocearla. ¿Qué habían hecho ellos para
merecer esto?
Uno
de los polis, que estudiaba Psicología en la Universidad a Distancia
porque quería ser trasladado a la Científica, afirmó, mientras
tomaban un cafelito de la máquina automática
de Jefatura que sabía a agua de bellotas, que la falta de amor
familiar manifestada por el padre, con toda probabilidad era el
origen de la equívoca conducta de Lisardo.
Y
es que siempre llueve sobre mojado. ¡Qué vida!