Como dice Henning Mankell, escribo en la tradición literaria más antigua del mundo, la que utiliza el espejo del delito y del crimen para reflejar las gentes, sus males, miedos y miserias.
¿De que hablan las tragedias griegas sino de crímenes?

Además, mis relatos negros se inspiran en noticias reales; no al pie de la letra, pues entonces serían crónicas, sino en factores de la noticia, personajes, situaciones concretas, contradicciones, escenarios, especial ferocidad... Porque estoy convencido de que la realidad es más bestia que la ficción.

20/3/12

No aprenden

La noche antes del día en que lo mataron, Juan Orestes soñó que lo degollaban. Una puta pesadilla.
Orestes es banquero. No es Botín, pero tiene mucha pasta. Y poder. Es un hombre elegante y ordenado, porque el orden garantiza que todo funcione. ¿Dónde iría el país sin orden? El orden mantiene al personal donde debe estar, ahora que están tan agitados. Pero el riesgo y la osadía le hacen ganar dinero. Mucho. Más del que pueda derrochar a espuertas en toda su puta vida.
El orden protege la vida de Orestes y el orden dice que no le ponen a nadie una pistola en el pecho para comprar participaciones de cajas de ahorro, por ejemplo. Pero las finanzas tienen eso; son arriesgadas. A veces se pierde y a veces no se gana. Los otros, claro. ¿A qué tanta queja? ¿Por qué tanto lamento? Orestes se ha pasado la jornada esquivando clientes pelmazos y lloricas, y toreando por teléfono a otros del mismo pelaje. Puro desorden.
El tiempo fluye y la vida sigue.
Orestes se ducha con calma y se lava con champú anticaspa. Duda si masturbarse o no para entonarse y decide que irá de putas. Una nueva jornada de combate. Oportunidades de ganar más pasta. ¿Qué perdedor me hará más rico? La vida es lucha y el mundo, una jungla.
Llaman a la puerta. Orestes enarca las cejas y apaga el secador. Se pone una bata y va al vestíbulo.
En el rellano, un hombre mayor, canoso, con uniforme de camuflaje y una pistola del 45 en la mano izquierda.
¡Ladrón! dice el anciano convencido. ¡Estafador! Y ¡bom, bom, bom!, dispara. Tres tiros.
Ahora hay un gran boquete en el pecho de Orestes. Por ese agujero se le escabulle la vida. Era degollado, moría degollado, recuerda estupidamente Orestes su pesadilla mientras cae al suelo, se desangra y muere. Para que te fíes de los sueños.
Luego, el hombre vestido de camuflaje entra en una comisaría.
He matado a un ladrón, explica; he ejecutado a un hijo de la gran puta.
¿Qué dice? pregunta desconcertado el policía de recepción.
El cabrón me engañó. Abusó de mi confianza. Robó mis ahorros, seguro de mi vejez. Soy sargento de infantería de marina retirado y he ajusticiado a un bandido y saqueador. 
Lo meten dentro. Interrogatorio, preguntas, respuestas, comprobaciones, evidencias, papeleo...
¿Por qué no lo denunció, hombre?
Estaba muy cabreado; hasta el asco. Y el sinvergüenza se hubiera ido de rositas. ¿O no?
El poli se pasa la mano por el pelo y no contesta
Lo siento, sargento, pero matar a un canalla no desgrava penalmente. Por ahora. Tal vez se libre de la cárcel por la edad.
El cuerpo de Juan Orestes reposa en un ataúd de muy lujosa madera, con el interior forrado de seda. Pero el cabrón está más muerto que Judas.
¡Es que no aprenden!

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